Todos tenemos, y algunos somos conscientes de que poseemos, la libertad de actuar dentro de nuestros límites como mejor nos parece. Sin embargo, no todos somos conscientes de que existe sólo una forma de actuar que no tiene asociada el precio del sufrimiento. Actuar bien tiene infinitas consecuencias positivas para todos los implicados y actuar mal tiene a su vez consecuencias negativas para la persona que toma la decisión así como para los implicados.
En la vida diaria parece extraño pensar que la comida que compramos, las vacaciones que elegimos o el detergente que usamos puede traer nefastas consecuencias para el mundo. A pesar de que puedan ser ciertos aspectos como el maltrato animal, los productos de limpieza con sustancias nocivas o prácticas no sostenibles de algunos centros turísticos, no podemos hacer estudios exhaustivos por cada decisión que tomamos. Tampoco sobre las consecuencias de nuestros actos a nivel mundial. Nuestro cerebro no está diseñado para tener en cuenta tantísima información.
Lo que sí podemos hacer cuando somos conscientes de que nuestras acciones tienen consecuencias es pararnos a pensar qué tipo de vida llevamos. ¿Tenemos un trabajo que nos hace felices? ¿Apreciamos la casa donde vivimos o la comida que tenemos? ¿Nos gusta la ropa que tenemos? ¿Vivimos desde la escasez o desde la abundancia? ¿Desde la gratitud o desde la queja?…
Actuar mal es la consecuencia de pensar mal y pensar mal es la consecuencia de no estar conectados con nuestro centro: esencial epicentro de la vida misma, y en particular de la nuestra. Muy a menudo, está tapado por las cientos o miles de capas o mentiras que nos han dicho y nos creímos o que nos hemos creado nosotros mismos para dar sentido a un mundo que la mente no comprende y para encajar con un personaje en el teatro del día a día.
¿Qué significa todo esto? Que para empezar a actuar bien debemos pensar bien y que para pensar bien debemos estar en conexión con nuestra esencia, con quienes somos de verdad, con lo que sentimos en lo más profundo de nuestro corazón y no tanto con lo que nos dice nuestra mente desde el más mecánico de los miedos. ¿Y como se llega allí? Seguramente no existe un único camino para llegar a nuestro centro esencial y tampoco uno sólo para permanecer en él.
Según diversos estudios y la propia experiencia, diríamos que cada día lo debemos tomar como una oportunidad de observarnos y de ver si estamos centrados. El estar en el momento presente, aquí y ahora, con las circunstancias que nos rodeen sean las que sean, el aprender a aceptar todo lo que ocurre en el mundo y las decisiones y los gustos de las personas que nos rodean. También aprender a no juzgar, a ver con compasión al otro como reflejo de mi propio ser. Hay que sentirse inmensamente agradecidos con todo lo que tenemos por muy poco que sea. Saber cómo observarnos a nosotros mismos y a la vida como algo que fluye constantemente con cambios de formas, de sonidos, colores, sabores, texturas y olores. Además, ser capaces de ver que no nos podemos identificar con nada: ni con nuestro nombre ni con nuestro cuerpo. Todo lo que hay en este mundo es finito. Este camino es un buen punto de partida.
Desde ahí, estar conectado con aquello que nos da paz y tranquilidad, con aquello que sea más grande que nosotros mismos, como el mar, el cielo azul o un precioso bosque nos ayudará día a día a estar en equilibrio y a disminuir nuestros deseos. Y cuando esto ocurra, con facilidad podremos aumentar nuestra gratitud, estar más felices con menos, ver con compasión todos los seres que nos rodean grandes y pequeños, reconocer el miedo en los ojos de aquel al que juzgamos, estar en equilibrio con tormentas y con truenos, elegir en cada momento la acción adecuada y positiva que nace desde el corazón tranquilo y no condicionado por el miedo o el rencor… En definitiva, podremos ser auténticos y por fin ser y manifestar lo que ya somos: amor.